El gobierno del PP ha llevado al país a los niveles más altos de desigualdad que se recuerdan. Los datos de la pobreza han alcanzado los máximos históricos, lo mismo que los del paro y los desahucios mientras que los datos referidos a las clases más pudientes reflejan que los llamados «efectos de la crisis» se han dirigido casi en exclusiva a las clases medias y bajas. Los salarios han sufrido una merma tan apreciable que se calcula que un tercio de los existentes están muy por debajo de los mil euros, esa cantidad que hace solo unos años se utilizó para adjetivar a los peor pagados del mercado laboral, los «mileuristas». Se han cambiado empleos indefinidos por empleos temporales que impìden cualquier plan de vida a quienes han sido atrapados en esa situación. Hoy, por primera vez en democracia, tener un empleo no garantiza en absoluto escapar de la pobreza. Además de todo esto, la subida de los impuestos indirectos, los más injustos, se ha acompañado de un recorte generalizado de los servicios y las pensiones. Especialmente vergonzosos los sufridos en el terreno de la dependencia pero también indignantes los producidos en la sanidad y la educación públicas que han sido de tal alcance que solo la contundente reacción de las llamadas «mareas ciudadanas» parecen haber evitado la desaparición casi total de los centros públicos en favor de las empresas privadas del sector. Por otra parte se han vendido empresas rentables de titularidad pública, se han dedicado grandes sumas a reflotar y/o ayudar a bancos y empresas privadas, se ha reducido el presupuesto para I+D+I dejando la investigación en España al nivel de países tercermundistas y forzando la emigración de científicos e investigadores, se han perdido varios años de gobierno sin crear las estructuras económicas necesarias para que el país y su mercado laboral evolucionen; del ladrillo al turismo y del turismo al ladrillo sin otro plan perceptible de desarrollo económico. Por último, se han recortado derechos y libertades, se ha convertido a las TV públicas en factorías de propaganda sonrojante y finalmente se ha aprobado una «ley mordaza» para evitar que el descontento social se exprese libremente. Todo ello, por supuesto, salpimentado con tan innumerables casos de corrupción que la clase política en su conjunto, la mayor parte de las instituciones, incluyendo la corona, los sindicatos principales y la patronal, están bajo sospecha. El dato de que casi 500 políticos en activo están imputados por delitos de corrupción da una idea de la magnitud de la podredumbre que está aflorando en los últimos años.
Todo este proceso ha sido constatado y contestado por una ciudadanía indignada que se ha organizado en mareas de todo tipo y ha protagonizado miles y miles de manifestaciones de protesta. Incluso una huelga general cuando se quiso dejar patente la oposición a la reforma laboral. Y tanta protesta, tanta movilización en las calles, tanta lucha, ha tenido la misma respuesta por parte del gobierno. Nos han dicho claramente que ellos tienen los escaños y con ellos el poder de las instituciones, y que mientras tengan el poder, se hará lo que dice la ley, la misma ley que ellos hacen y cambian según conveniencia. Y eso incluye el derecho a decidir de los catalanes y todas las demás reivindicaciones de todos los ciudadanos indignados de todo el país.
Así que ahora, llegados a este punto, aparece por el horizonte el momento de las urnas. La oportunidad de que la ciudadanía exprese mediante el voto sus voluntades de gobierno. Y es ahora cuando las cosas empiezan a verse de otra manera. La irrupción de fuerzas surgidas desde la ciudadanía y alejadas de los esquemas establecidos por el bipartidismo dan a estos próximos meses una relevancia que no se conocía desde la transición. Los viejos políticos ven llegar esta marea, que antes era de ciudadanos con pancartas y ahora es de votantes, con mucha preocupación. Incluso con temor, si rasgamos la primera capa de arrogancia, por supuesto. Pero la división del enemigo es la confianza del gobernante. La izquierda aparece dividida en distintas formaciones y aunque Podemos atrae la mayor intención de voto, dicha división puede propiciar una victoria de la derecha que aparece, por ahora, unida. Los nacionalismos hacen también su tarea. Con partidos mayoritarios de derecha en Catalunya (CiU), Euskadi (PNV) y Galicia (PP) una parte de ese voto descontento será canalizado convenientemente hacia posiciones conservadoras y las banderas aumentarán la división en el seno de las izquierdas más sensibles a los planteamientos nacionalistas/independentistas. El sistema está bien atrincherado en su castillo, la ciudadanía indignada se acerca a los muros. Mucho antes de las urnas empezará la batalla. Cuando acabe el recuento, sabremos el resultado.
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